Entre tierra y agua, ni aquí ni allí, y en todas partes. El “Camí de Ronda” te muestra la Costa Brava desde un lugar privilegiado. Sin darte cuenta, si sigues caminando y alzas la vista, ves cómo el paisaje evoluciona, se transforma y muta. Entre pinos, piedras y rocas, con el agua siempre a un salto.

No sabes si formas parte de la tierra, porque la civilización parece lejana, pero tampoco del agua, que todo lo abraza. Desde aquí, en medio, lo ves todo y te fundes con el paisaje infinito. Si te atreves a desviarte del camino, acabas escondido en una cala que no habías visto y de la que no querrías volver. El calor del sol calienta las rocas y el sonido del agua te susurra solo a ti.

Caminar por este sendero es realizar una travesía emocional. El trazado, pensado en su día para conectar pueblos y vigilar la costa, se ha convertido en uno de los recorridos más icónicos y auténticos del litoral catalán. Un hilo que une calitas escondidas, playas salvajes, miradores naturales, torres de vigilancia y pueblos blancos que parecen colgarse sobre el mar.

Hay tramos suaves, familiares, que invitan a abstraerse y respirar. Y otros más abruptos, que recuerdan la fuerza primitiva del paisaje. Pero todos comparten esa presencia constante del azul, esa sensación de caminar suspendido entre el mundo terrestre y el líquido. En cada paso, un descubrimiento. Una rendija entre las rocas. Un pez que salta. Una barca que se aleja. El rastro de una historia.

Pero lo que realmente queda, más allá del sendero, es la conexión íntima con el paisaje. Una sensación de haber formado parte de algo grande, hermoso y sencillo al mismo tiempo. Caminando sobre el agua, te reconcilias con el silencio, con el movimiento lento y contigo mismo.