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HISTORIAS

Despertarse oliendo pan

Hay olores que despiertan recuerdos antes de que los ojos se abran del todo. El aroma del pan recién hecho tiene esa magia, una presencia invisible que envuelve las mañanas con la promesa de la vida que empieza.

En Rupià, este perfume tenía nombre propio: Casa Dalmau, el horno donde la tradición se convertía en pan, y donde cada bocado era un trozo de memoria.

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Lejos de la visión romántica del panadero que amasaba con calma y serenidad, estaba Josep Maria, cuarta generación de un oficio tejido de insomnios y soledades. Mientras el pueblo dormía, él ya estaba frente al horno, enfrentándose a la crudeza de un trabajo que no espera al sol para comenzar. Sus manos, gastadas por la harina y el fuego, daban forma a un pan que no necesitaba artificios.

Casa Dalmau no hacía concesiones a la modernidad ni a las modas. Solo pan, de verdad. Solo el silencio de la noche, roto por el sonido de la levadura haciendo su trabajo, por el crujir de la masa al crecer, por el gesto mecánico de quien conoce su oficio con los ojos cerrados.

El olor a pan se deslizaba por las calles de madrugada, anunciando un nuevo día antes de que la luz tocara los tejados. Y al entrar en el horno, el mundo parecía ralentizarse. No había prisas, solo el ritmo constante de la cocción, el vapor caliente envolviendo el aire, el crujir de las barras recién horneadas. Y la coca, aquella coca dulce con el toque justo de anís, que se deshacía en la boca con una dulzura antigua, de las que no se pueden olvidar.

Casa Dalmau era un viaje en el tiempo. Un espacio donde el pasado y el presente se encontraban en un trozo de pan todavía tibio, en la simplicidad perfecta de un oficio de los de antes. Un recuerdo que perdura, como ese olor que se aferra a la piel y a la memoria, recordándonos que, casi siempre, menos resulta ser más.

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